El odio queda definido como un sentimiento de aversión a algo o alguien, detestar, aborrecer. Pero si damos un paso más y añadimos a la aversión o el aborrecimiento la mala intención; si un aborrecimiento duradero va unido a deseos de venganza, hablaríamos de odio rencoroso y vengativo.
¿De qué estamos hablando? Las vivencias del presente que podrían producir dolor, decepción, envidia, vergüenza, culpa, temor, desilusión, depresión, etc, son respondidas, captadas, absorbidas por algo instaurado en el sujeto que odia y que se impone como si de un sistema organizado se tratara. Estos sujetos se enganchan al pasado en el que viven anclados y desde donde toman la fuerza para imaginar venganzas futuras. Pero no todos convertimos momentos de dolor, temor, envidia, culpa, humillación, etc, en odio y mucho menos en odio rencoroso –vengativo. Hay requisitos previos que se han ido desarrollando desde la infancia y que van desde la necesidad de una maduración cerebral, del desarrollo de capacidades cognitivas, de la captación de la temporalidad ( lo que me hizo y lo que le voy a hacer), de captar una causalidad y culpabilidad en las vivencias ( ya que él me dañó yo quiero dañarlo a él); hasta ser capaz de captar lo que sería un diálogo interno, resguardado o privado en comparación con la comunicación verbal y gestual pública con el otro, es decir, los límites de la mente.
Y si queremos aclarar un poco más diríamos que otro elemento son las vivencias intersubjetivas, también positivas, no solo sufrientes, en donde tomará fuerza el personaje odiado, convirtiéndose en tremendamente malo, omnipotente ante la maldad que le adjudicamos, pero también, simultáneamente, inmensamente bueno: idealizado sin fisuras.
Y tan importante como lo anterior es saber que el escenario donde el odiado aparece horroroso, y el escenario en el que ese mismo personaje aparece maravilloso, son vividos por el que odia como escenarios separados, mudos para la conciencia del actor que los pone en marcha. Y así se sucederán escenas de la vida cotidiana en donde la relación entre el que odia y el odiado son maravillosas y con la misma intensidad, se pueden tornar en infernales, o, escenarios en los cuales el que odia elige determinados contextos y personajes para odiar y vengarse y aparece en otros contextos como alguien normal.
Aunque no encontremos una causa externa que nos explique este odio vengativo y rencoroso, lo que sí nos damos cuenta es que la mente que padece este tipo de odio ha sido una mente dañada en el amor (el apego inseguro, evitativo o desorganizado de figuras significativas) y ha sido acariciada en el temor. Y sobre esa pulsión destructiva se va a ir tejiendo el sentido de su mismidad, y va a ir salpicando sus diferentes identidades: Soy en la medida en que odio, y así puedo llegar a sentirme fuerte, sería el resumen. Pero esa fortaleza la sustento de los temores que me acosaron y me acosan. Y el dilema es: si odio hago daño, y si no odio no me siento que soy. Y cuando decimos que sus distintas identidades o roles en distintas circunstancias se van a ver afectados queremos decir que el deterioro en el temor o la evitación en las relaciones personales van a trastocar otros sistemas motivacionales del sujeto, como por ejemplo su capacidad para cuidarse o cuidar a los otros, o sus relaciones afectivas sexuales que se podrán teñir de sometimiento del otro y de su propia desvalorización.
En definitiva, tenemos que reconocer que hay intensidades de placer en el acto de odiar con rencor y con venganza y eso nos da la medida de la dificultad que se plantea la tarea psicoterapéutica cuando ese odio se actualiza en el vínculo con el psicoterapeuta. Pero merece la pena intentarlo.
cbp